Desborde de fallecidos por COVID-19 no da tregua en Uruguay
Eduardo Rey festejó su cumpleaños 69 con diez familiares el 21 de marzo en la capital de Uruguay. Dos días después empezaron los síntomas. “No les dimos mucha importancia”, dice Graciela Díaz, su esposa.
El 24 de marzo se confirmó el primer positivo entre quienes participaron de la celebración. Para entonces Eduardo —un agricultor— tenía más tos, fiebre y guardaba reposo porque día a día tenía menos fuerzas para levantarse. Desde entonces Graciela llamó insistentemente al número de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), responsable de casi un millón y medio de uruguayos y que sólo cuenta con 310 ambulancias. “Hasta que no tuviéramos el resultado positivo no nos atenderían”, recuerda.
Cuando lo tuvieron, el 1 de abril, tampoco consiguió una visita. En los días siguientes un médico recetó a Eduardo un antiasmático y Graciela se angustiaba mientras seguía intentando conseguir un doctor a domicilio. “Le estaba bajando la oxigenación en sangre y le costaba respirar. Habían pasado 12 días”, relata.
Un médico que habló con Eduardo le dijo que tenía 900 pacientes por ver y que su caso no era tan preocupante porque tomaba medicamentos. En caso de agravarse, el experto le sugirió llamar al 911, es decir, el servicio policial de emergencias. El sábado 3 de abril lo llevaron en su automóvil al hospital. Uno de sus pulmones ya no funcionaba y una cuarta parte del otro estaba dañado. “Apenas podía caminar”, dice Graciela.
Ahí se contagió de tres bacterias intrahospitalarias, recibió antibióticos que probablemente bajaron su respuesta inmune y falleció el 21 de abril por insuficiencia respiratoria.
La muerte de Eduardo fue una de las 3.000 que ocurrieron entre marzo y el 26 de mayo de este año en el país sudamericano. A lo largo de 2020, mientras se saturaban los servicios funerarios de otros territorios latinoamericanos como Perú y Ecuador, Uruguay sólo contó 181 fallecidos. En abril pasado el pico de muertos se hizo meseta y desde entonces el coronavirus ha provocado entre la mitad y dos terceras partes de los decesos totales.
Desde hace dos semanas Uruguay es uno de los países con más muertes por millón de habitantes, según Our World in Data, de la Universidad de Oxford. La cepa que más circula es la variante brasileña P1, originaria de Manaos, detectada en 99% de las muestras analizadas esta semana por el Instituto Pasteur. Ésta es más letal y contagiosa que la originaria de China.
A pesar de que la transmisión comunitaria está en el nivel más alto desde febrero, el gobierno mantuvo durante casi toda la pandemia las fronteras abiertas con Brasil recibiendo turistas en tiendas libres de impuestos —cerraron unas semanas, el lunes volvieron a abrir— y dejando pasar camiones sin controles. La “libertad responsable” fue el eslogan del gobierno de Luis Lacalle Pou para reafirmar la responsabilidad individual ante la amenaza comunitaria. La economía prácticamente no paró, salvo los espectáculos públicos, actividades artísticas, gimnasios y centros educativos, además de restaurantes que cierran a medianoche.
Desde abril cientos de positivos comenzaron a fallecer fuera de los centros de terapia intensiva (CTI) por la limitada capacidad de respuesta de los servicios de medicina prehospitalaria. Entre el 22 y el 25 de mayo, 87 personas fallecieron en CTI según la Sociedad de Medicina Intensiva, pero el total de muertes por coronavirus fue 214. Esta tendencia comenzó cuando los CTI empezaron a trabajar al límite de su capacidad a partir de marzo y pronunciadamente en abril.
La prensa uruguaya ha relatado varios casos desde el mes pasado. Martín Duré tuvo síntomas el miércoles 17 de marzo. Pasó su cumpleaños 71 en casa recibiendo saludos familiares desde la ventana. “Este bicho no me va llevar”, le dijo a su hermana Graciela el sábado, cuando lo llamó.
El lunes volvió a comunicarse. “Martín, estás respirando mal”. El hermano respondió que sí y que familiares cercanos estaban llamando a la ambulancia, pero la asistencia nunca llegó a pesar de 17 llamadas. Martín pedía que no lo dejaran morir. La policía llegó a las 19 horas, asegura Graciela Duré. Su hermano murió a las 20:30 y sobre la una de la mañana llegó una doctora del hospital de ASSE de Pando, en Canelones, luego de que un familiar se presentara para que alguien corroborara la muerte.
Desde el inicio de la emergencia sanitaria, Uruguay casi duplicó sus camas de CTI, pero muchos pacientes no llegan a los centros de salud por la saturación de las líneas telefónicas, la falta de ambulancias, los resultados tardíos de los test, la inadecuada clasificación del riesgo, la falta de diagnóstico claro o la evaluación de la evolución de la enfermedad. El primer nivel de asistencia está colapsado, aseguran varios especialistas.
De las 1.022 camas de CTI, 785 están ocupadas, pero nadie ha medido la sobrecarga del primer nivel de atención que recibe, clasifica y deriva pacientes.
“La lenta o deficitaria respuesta del sistema pone en riesgo la vida en sentido literal porque la enfermedad evoluciona rápido y se necesita un contacto diario”, señala a la AP la doctora Jaqueline Ponzo, epidemióloga y expresidenta de la Asociación Internacional de Medicina Familiar (WONCA, por sus siglas en inglés), que trabaja en una zona cercana donde falleció Duré.
Hay “situaciones donde se demora el ingreso, el traslado o la persona queda en domicilio porque hay pacientes más graves para ingresar. Durante abril fue un hecho reiterado. También hay seguimiento muy deficitario de las instituciones de salud (públicas y privadas)”, explica Ponzo.
“Si la familia se hace cargo de la atención necesaria, adecuada y oportuna todo va bien. Si eso no funciona, si la persona por las cuestiones que sea —afectación por la enfermedad, discapacidad previa, por añosa u otras patologías— el sistema no garantiza totalmente la atención y eso acumula mortalidad”, asegura Ponzo, quien también es docente e integrante del Grupo Uruguayo Interdisciplinario de Análisis de Datos de COVID-19.
La estrategia uruguaya del testeo rápido, oportuno aislamiento y un seguimiento personalizado alejó al país de la primera ola mundial, pero el sistema comenzó a colapsar en noviembre, cuando se pasó de 40 a 165 casos diarios. Hace meses se perdió el hilo epidemiológico. Más de la mitad de los contagios son de origen desconocido.
“Necesitamos investigar mucho más lo que pasa. No es porque no haya camas en CTI. Tampoco por que se nieguen ingresos. Puede ser un indicador de sobrecarga de los otros niveles asistenciales”, advirtió el médico intensivista Arturo Briva de la Universidad de la República un mes atrás.
Uruguay comenzó a inmunizar en marzo y vacuna a buen ritmo. Casi un millón de uruguayos —casi un tercio de la población— están vacunados con dos dosis mayoritariamente de Sinovac, pero todavía se está lejos de la inmunidad comunitaria que el gobierno estima alcanzar con el 70% de la gente inoculada.
“La vacunación tiene que llegar a un porcentaje alto de población con inmunidad completa, es decir, dos dosis más 15 días de espera. Y recién ahí bajarían los casos… Si no bajás la movilidad, no haces más test PCR o no rastreas los contactos la vacuna sola no logra eso. Tampoco sabemos cómo evolucionará la variante P1. Es un escenario incierto”, opina Zaida Arteta, infectóloga y secretaria general del Sindicato Médico del Uruguay.
“Estamos en una nebulosa, una situación confusa para mucha gente”, advierte Marcela Cuadrado, presidenta de la Asociación Uruguaya de Medicina Comunitaria y Familiar. La médica atiende una amplia zona de granjas en Canelones, a una hora de Montevideo.
“La gente no está accediendo al equipo de salud porque telefónicamente hay pocas líneas y están ocupadas. Por otro lado, los equipos de seguimiento de pacientes COVID en domicilio funcionan muy organizados en algunos lugares y en otros totalmente desorganizados”, asegura.
“Las personas deben tener un número para llamar de manera accesible y esto no estaba funcionado. En muchos lugares la protocolización de los pacientes y la organización de la atención tampoco estaba funcionando. Todos los pacientes se clasificaron en la misma bolsa y fueron llamados con una periodicidad a veces no suficiente. Eso llevó a complicaciones en domicilio, que no tengan cómo comunicarse o que nadie supiera que se complicaron en sus casas”, opina.
Los médicos comunitarios, que atienden en clínicas barriales, no contaron con protocolos hasta hace un mes, cuando las asociaciones médicas los acordaron. Según dice ASSE a la AP, esta semana se contrataron 50 estudiantes avanzados de medicina para atender la central telefónica que contaba con ocho personas.